martes, 27 de octubre de 2015

Los ojos ante la muerte

Todos llegando al mundo a recorrer un camino del que sabemos del final. Un final inevitable. Un final ineludible. Sabemos que es nuestro, sabemos que es ajeno. Que todo ser vivo que vive, viene al mundo a morir. Todo.
Tendríamos que estar ya acostumbrados a la muerte. Pero no. Tendríamos que dejar de sentir dolor ante la muerte. Pero no. Tendríamos que entender y no llorar a la muerte. No sentir ese dolor que perfora la piel hasta los huesos.
Pero cuál es la causa de ese dolor ante la muerte? Miedo. Es el miedo y la angustia de lo desconocido. La realidad de saber que al final no hay nada. Qué nos produce la muerte, cuando la vemos de afuera, pero no toca de dentro? Nos produce esa angustia de saber que se acaba nuestro tiempo. El recordar ese saber inconsciente de que nacemos para morir. Nada asusta más que sentir que no hemos hecho lo suficiente. Saber que quedamos y que algo ya no está. Que una parte de nosotros se fue, que cambiará para siempre. Que un vacío interno se apoderará de nosotros. Que sentiremos que una parte de ti muere con ellos.
Empiezas a pensar en la inmortalidad. En que se extinga la muerte, o en que no toque tan de cerca ni tan de afuera. Idealizamos a nuestros seres queridos y los imaginamos eternos. Creemos que van a estar ahí para siempre. No los queremos muertos. Daríamos cualquier cosa en este mundo por rodearnos de una especie de halo de piedras filosofales. Anhelamos, sin saberlo, un manantial de vitalidad que no nos deje apagarnos, que no nos deje dejar de insistir. Pero no pasa.
Y la muerte llega para recordarnos que nosotros también morimos. Y se lleva algo que es parte de nosotros, de nuestra vida. No es nuestro cuerpo, ni nuestra carne, pero el dolor que nos desgarra es más fuerte.
Recordamos todos esos momentos lindos, y todos esos no tan lindos y nos arrepentimos de cualquier dolor causado. No concebimos imaginar ni el hoy, ni el mañana sin ellos. Los sentimos tan lejos, tan necesario, y los queremos más. Pasan a estar más vivos que antes, más llenos de emociones, de sonrisas lágrimas. De un todo se pasa, en un segundo, a ser un cuerpo rígido y sin vida. De ser un ser de calor y sangre, de emociones e instintos, a ser un cuerpo duro y frío. Donde todo lo que significó un mimo, una caricia, un beso, es ahora un ser de porcelana inerte. Y ahí, sin darnos cuenta, nos cargamos en la espalda toda ese vida de ese ser muerto, y damos a cambio un pedazo de nosotros. Y ahí, con el dolor de la muerte, le damos aquello que todos queremos: un lugar eterno, al menos, dentro de nosotros. Y no hacemos más que reglarles la inmortalidad. Acaso no es morir la única forma de alcanzar la inmortalidad?

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